viernes, 4 de abril de 2008

Un niño, de Helen E. Buckley

Traducción de Luis Porter

Una vez un niño fue a la escuela.
El niño era bien pequeño.
la escuela era bien grande.
Pero cuando el niño vio
que podía caminar hacia el salón
desde la puerta de la calle
se sintió feliz
y la escuela
ya no le pareció tan grande como antes.

Poco tiempo después, una mañana
la maestra dijo:
- Hoy vamos a hacer un dibujo -
- Bien – pensó el niño, porque le gustaba dibujar
Y podía hacer todas esas cosas:
Leones y tigres,
gallinas y vacas
trenes y barcos.
Así que tomó su caja de lápices de colores
Y se puso a dibujar.

Pero la maestra dijo:
- ¡Esperen! ¡Todavía no es hora de comenzar!
Y el niño esperó hasta que todos estuvieran listos
- Ahora, dijo la maestra, hoy vamos a dibujar flores
- ¡Qué bien! Pensó el niño,
Porque a él le gustaba dibujar flores.
Y comenzó a dibujar flores muy bonitas
con su lápiz rosa, naranja, y azul…
Pero la maestra interrumpió y dijo:
- ¡Esperen! Yo les mostraré cómo hay que hacerlas
- ¡Así! dijo la maestra
dibujando una flor roja con el tallo verde
- ¡Ahora sí! Dijo la maestra
- Ahora pueden comenzar.
El niño miró la flor de la maestra
Y luego miró la suya;
A él le gustaba más su flor que la de la maestra.
pero él no reveló eso.
Simplemente guardó su papel
E hizo una flor como la de la maestra:
Roja, con el tallo verde.

Otro día
Cuando el niño abrió la puerta del salón
La maestra dijo:
- ¡Hoy vamos a trabajar con plastilina!
- ¡Bien! Pensó el niño
El podía hacer todo tipo de cosas con plastilina:
Víboras y muñecos de nieve
elefantes y conejos;
autos y camiones…
Y comenzó a apretar y a amasar
la bola de plastilina
pero la maestra interrumpió y dijo:
- ¡Esperen! No es hora de comenzar
- Y el niño esperó hasta que todos estuvieran listos
- Ahora -dijo la maestra- vamos a hacer una víbora
- ¡Bien! – pensó el niño
A él le gustaba hacer víboras
Y comenzó a hacer algunas
de diferentes tamaños y formas
Pero la maestra interrumpió y dijo:
- ¡Esperen! Yo les enseñaré como hacer una víbora larga
- Así… – mostró la maestra
- ¡Ahora pueden comenzar!
El niño miró la viborita que había hecho la maestra
y después miró las suyas.
A él le gustaban más las suyas que las de su maestra,
pero él no reveló eso.
Simplemente amasó la plastilina, como hacía en su casa
E hizo una viborita como la de la maestra.
Era una viborita delgada y larga.

De esta manera
El niño aprendió a esperar
y a observar
y a hacer las cosas
siguiendo el método
de la maestra.

Tiempo más tarde
él ya no hacía las cosas por sí mismo.
Entonces sucedió
que el niño y su familia
se mudaron a otra casa, en otra ciudad
y el niño tuvo que ir a otra escuela

Esta era una escuela mucho más grande que la anterior.
También tenía una puerta que daba a la calle
Y un camino para llegar al salón.
Esta vez había que subir algunos escalones
Y seguir por un pasillo largo
para finalmente llegar a su sitio.
Y sucedió que justamente ese primer día
Que el niño estaba allí por vez primera
La maestra dijo:
- Hoy vamos a hacer un dibujo
- Bien, pensó el niño
Y esperó a la maestra
para que le dijera cómo hacerlo.
Pero ella no dijo nada.
Solamente caminaba por el salón.

Cuando se acercó al niño
La maestra dijo: - ¿y tú no quieres dibujar?
- Si - dijo el niño, ¿y qué vamos a hacer? Añadió
- No lo sabré hasta que tú lo hagas - contestó la maestra
- ¿Pero cómo hay que hacerlo? Volvió a preguntar el niño
- ¿Cómo? dijo la maestra - De la manera tú que quieras –
- ¿Y de cualquier color? Preguntó el niño
- De cualquier color – dijo la maestra y agregó:
- Si todos hicieran el mismo dibujo usando los mismos colores
- ¿Cómo podría yo saber de quién es cada dibujo y cuál sería de quién?
- No sé… – dijo el niño
Y comenzó a dibujar una flor roja
con el tallo verde.

jueves, 3 de abril de 2008

Carta de Víctor Hugo a Benito Juárez


Traducción de Arturo Gómez-Lamadrid
Tomado de Libertades Laicas


Al Presidente de la República Mexicana.
Juárez, usted ha igualado a John Brown.
La América actual tiene dos héroes, John Brown y usted. John Brown por quien la esclavitud ha muerto; usted, por quien la libertad vive.
México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República, el hombre, es usted.
Por lo demás, la suerte de todos los atentados monárquicos es terminar abortando. Toda usurpación empieza por Puebla y termina por Querétaro.
En 1863, Europa se abalanzó contra América. Dos monarquías atacaron su democracia; una con un príncipe, otra con un ejército; el ejército llevó al príncipe. Entonces el mundo vio este espectáculo: por un lado, un ejército, el más aguerrido de Europa, teniendo como apoyo una flota tan poderosa en el mar como lo es él en tierra, teniendo como recursos todas el dinero de Francia, con un reclutamiento siempre renovado, un ejército bien dirigido, victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, valientemente fanático de su bandera, dueño de una gran cantidad de caballos, artillería y municiones formidables. Del otro lado, Juárez.
Por un lado, dos imperios; por otro, un hombre. Un hombre con otro puñado de hombres. Un hombre perseguido de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de bosque en bosque, en la mira de los infames fusiles de los consejos de guerra, acosado, errante, refundido en las cavernas como una bestia salvaje, aislado en el desierto, por cuya cabeza se paga una recompensa. Teniendo por generales algunos desesperados, por soldados algunos harapientos. Sin dinero, sin pan, sin pólvora, sin cañones. Los arbustos por ciudadelas. Aquí la usurpación, llamada legitimidad, allá el derecho, llamado bandido. La usurpación, casco bien puesto y espada en mano, aplaudida por los obispos, empujando ante sí y arrastrando detrás de sí todas las legiones de la fuerza. El derecho, solo y desnudo. Usted, el derecho, aceptó el combate. La batalla de uno contra todos duró cinco años. A falta de hombres, usted usó como proyectiles las cosas. El clima, terrible, vino en su ayuda; tuvo usted por ayudante al sol. Tuvo por defensores los lagos infranqueables, los torrentes llenos de caimanes, los pantanos, llenos de fiebre, las malezas mórbidas, el vómito prieto de las tierras calientes, las soledades de sal, las vastas arenas sin agua y sin hierba donde los caballos mueren de sed y de hambre, la gran planicie severa de Anáhuac que se cuida con su desnudez, como Castilla, las planicies con abismos, siempre trémulas por el temblor de los volcanes, desde el de Colima hasta el Nevado de Toluca; usted pidió ayuda a sus barreras naturales, la aspereza de las cordilleras, los altos diques basálticos, las colosales rocas de pórfido. Usted llevó a cabo una guerra de gigantes, combatiendo a golpes de montaña.
Y un día, después de cinco años de humo, de polvo, y de ceguera, la nube se disipó y vimos a los dos imperios caer, no más monarquía, no más ejército, nada sino la enormidad de la usurpación en ruinas, y sobre estos escombros, un hombre de pie, Juárez, y, al lado de este hombre, la libertad.
Usted hizo tal cosa, Juárez, y es grande. Lo que le queda por hacer es más grande aún. Escuche, ciudadano presidente de la República Mexicana.
Acaba usted de vencer a las monarquías con la democracia. Usted les mostró el poder de ésta; muéstreles ahora su belleza. Después del rayo, muestre la aurora. Al cesarismo que masacra, muéstrele la República que deja vivir. A las monarquías que usurpan y exterminan, muéstreles el pueblo que reina y se modera. A los bárbaros, muéstreles la civilización. A los déspotas, los principios.
Dé a los reyes, frente al pueblo, la humillación del deslumbramiento.
Acábelos mediante la piedad.
Los principios se afirman, sobre todo, brindando protección a nuestro enemigo. La grandeza de los principios está en ignorar. Los hombres no tienen nombre ante los principios, los hombres son el Hombre. Los principios no conocen sino a sí mismos. En su estupidez augusta no saben sino esto: la vida humana es inviolable.
¡Oh, venerable imparcialidad de la verdad! El derecho sin discernimiento, ocupado solamente en ser derecho. ¡Qué belleza!
Es importante que sea frente a aquellos que legalmente habrían merecido la muerte, cuando abjuremos de esta vía de hecho. La más bella caída del cadalso se hace delante del culpable.
¡Que el violador de principios sea salvaguardado por un principio! ¡Que tenga esa felicidad y esa vergüenza! Que el violador del derecho sea cobijado por el derecho. Despojándolo de su inviolabilidad, la inviolabilidad real, pondrá usted al desnudo la verdadera, la inviolabilidad humana. Que quede estupefacto al ver que del lado por el cual él es sagrado, es el mismo por el cual no es emperador. Que este príncipe, que no se sabía hombre, aprenda que hay en él una miseria, el príncipe, y una majestad, el hombre.
Nunca se presentó una oportunidad tan magnífica como ésta. ¿Se atreverán a matar a Berezowski en presencia de Maximiliano sano y salvo? Uno quiso matar a un rey, el otro, a una nación.
Juárez, haga dar a la civilización ese paso inmenso. Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte.
Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la república tiene en su poder a su asesino, un emperador; en el momento de arrollarlo, se da cuenta de que es un hombre, lo suelta y le dice: Eres del pueblo como los demás. Vete.
Ésa será, Juárez, su segunda victoria. La primera, vencer a la usurpación, es soberbia; la segunda, perdonar al usurpador, será sublime.
Sí, a esos reyes cuyas prisiones están repletas, cuyos cadalsos están oxidados de asesinatos, a esos reyes de caza, de exilios, de presidios y de Siberia, a los que tienen a Polonia, a Irlanda, a La Habana, a Creta, a esos príncipes obedecidos por los jueces, a esos jueces obedecidos por los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos emperadores que tan fácilmente mandan cortar una cabeza, ¡muéstreles cómo se salva la cabeza de un emperador!
Por encima de todos los códigos monárquicos de los que caen gotas de sangre, abra la ley de la luz, y, en medio de la página más santa del libro supremo, que se vea el dedo de la República posado sobre esta orden de Dios: No matarás.
Estas dos palabras contienen el deber.
Usted cumplirá ese deber.
El usurpador será perdonado y el liberador no ha podido serlo, lástima. Hace dos años, el 2 de diciembre de 1859, tomé la palabra en nombre de la democracia, y pedí a Estados Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré?
Sí. Y tal vez en estos momentos ya ha sido cumplida mi petición.
Maximiliano le deberá la vida a Juárez.
¿Y el castigo?, preguntarán.
El castigo, helo aquí,
Maximiliano vivirá "por la gracia de la República".
Víctor Hugo. Hauteville House, a 20 junio de 1867

Carta de Álvarez a Manuel Doblado


S[eño]r Lic[enciado] D[on] Manuel Doblado. Guanajuato.
Muy señor mío:
Tengo el gusto, como U[sted] habrá visto, de haberme anticipado a los inmoderados deseos de U[sted], que ciertamente no tienden al bien y felicidad nacional, sino a llenar esa ambición desmedida que tantos males ha causado a nuestra desventurada patria, desgarrada por la empleomanía y las miras personales de algunos hombres que desprecian la noble idea del bien general.
Aunque no debía hacer a U[sted] reseña alguna de los servicios que he prestado a mi patria, lo haré someramente para que comprenda la distancia que en este punto nos separa, sin que se atreva a darle otra interpretación que la misma que nace de mis palabras.
Desde mucho antes de la memorable época de 1810 comencé mi carrera militar, demostrando siempre que tengo honor, dignidad y verdadero patriotismo; que jamás he aspirado al primer puesto de la patria, aun a costa tal vez de la patria misma, porque he estado siempre persuadido de los grandes pesares que produce tan elevado destino; y si en este período que acaba de pasar tomé posesión del sitial de la presidencia, fue porque así lo quiso la representación nacional y contra mi voluntad tuve que ceder a la expresión de un voto libre, espontáneo y nacido del sentimiento en pro de la libertad del pueblo mexicano. Para ello no hubo intrigas ni chicanas miserables, que repele el buen sentido y el sano criterio, porque ni yo las habría permitido, ni los hombres que constituyeron la representación del país son de esos tantos que medran a la sombra de las desgracias nacionales. Ni ellos ni yo procuramos arribar al gran círculo de la fortuna para ver con ojos serenos el crimen y la impunidad; y si me lance a una revolución tan justa como necesaria, no fue como otros para prosperar en el cieno vil de nuestras contiendas domésticas, sino para libertar a la gran familia mexicana de una dominación de hierro.
Enemigo de la tiranía, luché contra el gobierno colonial, derramando mi sangre en los campos de batalla en defensa de los imprescriptibles derechos y soberanías de la Nación; y jamás he apoyado a los tiranos, como U[sted], que, empuñando las armas en favor del hombre funesto del país, manchó el suelo patrio con la sangre de sus hermanos, porque es lo mismo ejecutar que mandar o consentir en la ejecución.
Entre nuestros disturbios, jamás he figurado con ese doble carácter que imprime la intriga; no lloran por mí huérfanos ni viudas; no he arrebatado los bienes del ciudadano con bárbaras leyes de confiscación, para sostenerme en un poder arbitrario; mi espejo ha sido la justicia, la moderación y el buen juicio, y mal que les pese a mis gratuitos enemigos, mi conducta pública no tiene una mancha hasta el día.
He desempeñado la primera magistratura de la República con lealtad y forzado por los hombres de todos los partidos, que me demostraron ser el hombre de la época; más conociendo que el puesto era difícil y espinoso, que tenía que luchar con intereses contrapuestos que las exigencias de tantos alejaban entre ellos y yo todo punto de contacto, pues en mí sólo se encontraba y encuentra el verdadero deseo del bien y felicidad del suelo en que nací, me resolví a dejar ese puesto de amarguras, de sinsabores y tormento para el hombre honrado, y deposité el poder y mi confianza en mi hermano y compañero de armas, que partió conmigo las fatigas y sacrificios de la campaña, y que juzgo salvará a la Nación si se le ayuda.
Pobre entré a la presidencia, y pobre salgo de ella; pero con la satisfacción de que no pese sobre mí la censura pública, y porque, dedicado desde mi tierna infancia al trabajo personal, sé manejar el arado para sostener a mi familia, sin necesidad de los puestos públicos, donde otros enriquecen con ultraje de la orfandad y de la miseria.
No he sido yo el hombre del doblez y de la mentira, del sacrilegio y del adulterio, del peculado y del contrabando, de la intriga y de la superchería, del robo y de la infamia, de la injusticia y de la venalidad, y, en una palabra, no soy ese feto monstruoso de maldad que, cubriéndose con hipócrita antifaz, ha sido siempre el ídolo de un partido execrable y envilecido. Soy, s[eño]r Doblado, el veterano de la independencia, que tiene un corazón sencillo y patriota, y mi apellido no tiene mancha ni doblez; mis acciones concuerdan con mi nombre, como las suyas con el que lleva.
No crea U[sted] que esta manifestación es un desahogo personal, un encono o resentimiento, porque aspire a ese puesto encumbrado que yo desprecio, aunque respeto al que lo obtiene; sea U[sted] Presidente en buena hora; mas tenga siempre en su memoria que el honor y la reputación del hombre es muy sagrada, y que el que la lastima sin motivo, es un audaz y un calumniador. Si cuando U[sted] indebidamente tomó las armas para rebelarse contra mi administración, hubiera querido usar del poder que aun hubiera podido retener en mis manos, yo le habría enseñado como se respeta a un patriota y a un gobernante, porque mi idea es rectitud y energía para acallar y castigar a los sediciosos; pero ya pasó, y quiero consignar al olvido un hecho tan punible como escandaloso. U[sted] añadió al crimen la hipocresía, que sólo sirve para hacerlo resaltar más, diciendo en un artículo de su plan que a mí y a mis compañeros, los caudillos de la revolución, se nos consideraría por nuestros servicios; gracias por su ridícula protección: no es a U[sted], sino a la patria, a quien he debido, tiempo ha, esa distinción.
Baste de sangre, baste de contiendas que arruinan a la patria, cíñase cada cual al círculo que le toque en la sociedad y procuremos sostener al gobierno para que la Nación pueda constituirse, y así seremos verdaderos ciudadanos y hombres de provecho al país a quien debemos la existencia.
Esto es lo que desea su at[en]to s[ervidor].
Juan Álvarez.
[Correspondencia particular del Presidente interino de la República, Tlalpan, diciembre 20 de 1855]

Carta del Che Guevara a sus hijos

A mis hijos
Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre Uds.
Casi no se acordarán de mi y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de
Papá

Oración fúnebre de Pericles


[LA ORACION FUNEBRE DE PERICLES (470 aC - 399 aC) Reconstruída por Tucídides "Era de Pericles": Atenas, Grecia, 461 a 431 aC ]

La mayoría de mis predecesores en este sitio nos ha dicho que es honesto pronunciar algunas palabras, exigidas por la ley durante el entierro de aquéllos que han muerto en batalla.
Por lo que se refiere a mi mismo, me inclino a pensar que el valor que se ha mostrado en hechos concretos ya ha sido saldado suficientemente mediante los honores, también mostrados en hechos concretos. Ustedes mismos pueden apreciar lo que ellos significan ya que están participando de este funeral solventado por el pueblo.
Debiera tambien yo desear que las reputaciones de tantos hombres valientes no estuvieran en peligro en boca de un orador único, de tal manera que ellas suban o bajen segun si habla bien o mal.
Puesto que es duro hablar adecuadamente, cuando ya de entrada se presenta la dificultad de convencer al auditorio que se está diciendo la verdad.
Por un lado, el amigo a quien le son familiares algunos hechos de la vida de estos muertos puede pensar que varios aspectos no han sido destacados con la dedicacíón que desea y que sabe que merecen.
Por otro, aquél que no los ha conocido puede sospechar por envidia, que hay exageración, cuando escucha mencionar virtudes que están por encima de su propia naturaleza (Porque los hombres aceptan que se ensalce a otros en tanto en cuanto ellos se puedan persuadir que las mismas acciones recordadas las podrían haber vivido ellos mismos como protagonistas. Cuando ese limite se traspasa, surge la envidia y con ella la incredulidad).
Sin embargo como nuestros antecesores han establecido esta costumbre y la han aprobado, la obediencia a la ley pasa a constituir para mí un deber.
Intentaré satisfacer las opiniones y deseos de todos ustedes de la mejor manera que pueda.
Tendría que comenzar con nuestros antepasados. Es tan adecuado como prudente, que ellos reciban el honor de ser mencionados en primer lugar, en una ocasión como la de ahora, Ellos vivieron en esta comarca sin interrupción de generación en generación; y nos la entregaron LIBRE como resultado de su bravura. Y si nuestros antepasados más lejanos merecen alabanza, mucho más son merecedores de ella nuestros padres directos. Ellos sumaron a nuestra herencia el imperio que hoy poseemos y no escatimaron esfuerzo alguno para transmitír esa adquisición a la generación presente.

Por último, hay muy pocas partes de nuestro dominio que no hayan sido aumentadas por aquéllos de entre nosotros que han llegado a la madurez de sus vidas. Por su esfuerzo la patria se encuentra provista con todo lo que le permite depender de sus propios recursos, tanto en guerra como en la paz. Aquella parte de nuestra historia que muestra cómo nuestras hazañas bélicas trajeron como consecuencia nuestras diversas posesiones, así como tambien la que muestra cómo tanto nosotros como nuestros padres pudimos frenar la marea de la agresión extranjera, valerosamente y sin dobleces, constituye un capítulo demasiado conocido por todos los que me escuchan. No necesito extenderme en el tema que, por consiguiente, dejo de lado.
Pero cuál fue el camino por el que llegamos a nuestra posición; cuál es la forma de gobierno que permitió volver más evidente nuestra grandeza; cuáles los hábitos nacionales a partir de los cuales ella se originó; éstos son los problemas máximos que intento dejar en claro, antes de proseguir con el panegíríco de todos estos muertos.

Pienso que el tema es adecuado para una ocasión como la presente y que ha de resultar ventajoso escucharlo con atención tanto por los nativos como por los extranjeros. Nuestra constitución no copia leyes de los estados vecinos. Más bien somos patrón de referencia para los demás, en lugar de ser imitadores de otros. Su gestión favorece a la pluralidad en lugar de preferir a unos pocos. De ahí que la llamamos democracia.
Otra diferencia entre nuestros usos y los de nuestros antagonistas se aprecia con nuestra política militar.
Abrimos nuestra ciudad al mundo. No les prohibimos a los extranjeros que nos observen y aprendan de nosotros, aunque ocasionalmente los ojos del enemigo han de sacar provecho de esta falta de trabas. Nuestra confianza en los sistemas y en las políticas es mucho menor que nuestra confianza en el espíritu nativo de nuestros conciudadanos.
En lo que se refiere a la educación, mientras nuestros rivales ponen énfasis en la virilidad desde la cuna misma y a través de una penosa disciplina, en Atenas vivimos exactamente como nos gusta; y sin embargo nos alistamos de inmediato frente a cualquier peligro real. Una prueba de que esto es así se aprecia con los lacedemonios quienes por sí solos no invaden nuestras comarcas, sino que traen consigo a todos sus confederados; mientras nosotros, atenienses, avanzamos sin aliados hacia el territorio de un vecino y luchando en tierra extranjera derrotamos usualmente con facilidad a los mismos que están defendiendo sus hogares.
No hubo aun enemigo que se opusiera a toda nuestra fuerza unida, puesto que nos empeñamos al mismo tiempo no sólo en alistar a nuestra marina sino también en despachar por tierra a nuestros conciudadanos en cien servicios diferentes. Y así resulta que a menudo entra en lucha alguna de estas fracciones de nuestro poderío total. Si el encuentro resulta victorioso para el enemigo, su triunfo lo exageran como si fuera la victoria sobre toda la nación. Si en cambio cae derrotado, el contraste se presenta como sufrido con el concurso de un pueblo entero.
Y sin embargo, con hábitos que son más bien de tranquilidad que de esfuerzo y con coraje que es más bien naturaleza que arte, estamos preparados para enfrentar cualquier peligro con esta doble ventaja: escapamos de la experiencia de una vida dura, obsesionada por la aversión al riesgo; y sin embargo, en la hora de la necesidad, enfrentamos dicho riesgo con la misma falta de temor de aquellos otros que nunca se ven libres de una permanente dureza de vida. Pero con estos puntos no finaliza la lista de los motivos que causan admiración en nuestra ciudad. Cultivamos el refinamiento sin extravagancia; la comodidad la apreciamos sin afeminamiento; la riqueza la usamos en cosas útiles más que en fastuosidades, y le atribuimos a la pobreza una única desgracia real. La pobreza es desgraciada no por la ausencia de posesiones sino porque invita al desánimo en la lucha por salir de ella.
Nuestros hombres públicos tienen que atender a sus negocios privados al mismo tiempo que a la política y nuestros ciudadanos ordinarios, aunque ocupados en sus industrias, de todos modos son jueces adecuados cuando el tema es el de los negocios públicos. Puesto que discrepando con cualquier otra nación donde no existe la ambición de participar en esos deberes, considerados inútiles, nosotros los atenienses somos todos capaces de juzgar los acontecimientos, aunque no todos seamos capaces de dirigirlos.
En lugar de considerar a la discusión como una piedra que nos hace tropezar en nuestro camino a la acción, pensamos que es preliminar a cualquier decisión sabia.
De nuevo presentamos el espectáculo singular de atrevimiento irracional y de deliberación racional en nuestras empresas: cada uno de ellos llevado hasta su valor extremo y ambos unidos en una misma persona, mientras que, por igual caso, en otros pueblos, las decisiones son el resultado solamente de la ignorancia o solamente del espíritu de aventura o solamente de la reflexión.
La palma del valor corresponde ser entregada en justicia a aquéllos que no ignoran, por haberlo experimentado en carne propia, la diferencia entre la dureza de la vida y el placer de la vida; y que, sin embargo, no ceden a la tentación de escapar frente al peligro.
Si nos referimos a nuestras leyes, ellas garantizan igual justicia a todos, en sus diferencias privadas. En lo que respecta a las diferencias sociales, el progreso en la vida pública se vuelca en favor de los que exhiben el prestigio de la capacidad. Las consideraciones de clase no pueden interferir con el mérito. Aún más, la pobreza, no es óbice para el ascenso. Si un ciudadano es útil para servir al estado, no es obstáculo la oscuridad de su condición.
La libertad de la cual gozamos en nuestro gobierno, la extendemos asimismo a nuestra vida cotidiana. En ella, lejos de ejercer una supervisión celosa de unos sobre otros, no manifestamos tendencia a enojarnos con el vecino, por hacer lo que le place.
Y puesto que nada está haciendo opuesto a la ley, nos cuidamos muy bien de permitirnos a nosotros mismos exhibir esas miradas críticas que sin duda resultan molestas.
Pero esta liberalidad en nuestras relaciones privadas no nos transforma en ciudadanos sin ley. Nuestras principales preocupaciones tratan de evitar dicho riesgo, por lo cual nos educamos en la obediencia de los magistrados y de las leyes,
Un ejemplo de lo expresado es el referente a la protección a los inválidos, ya sean los inscriptos en el padrón del estatuto, ya sean los amparados por ese otro código que, a pesar de no estar escrito, no puede ser violado sin condena.
Más aún, disponemos de recursos numerosos conque la mente se pueda distraer del negocio. Celebramos juegos y sacrificios a lo largo del año.
La elegancia de nuestras construcciones forman una fuente diaría de placer y nos ayudan a desterrar el aburrimiento, mientras esa magnificencia de nuestra ciudad atrae a los productos del mundo hacia nuestro puerto.
En lo referente a la generosidad nos destacamos asimismo en forma singular ya que nos forjamos amigos dando en lugar de recibiendo favores. Pero por supuesto, quien hace los favores es el más firme amigo de ambos, de manera de mantener al amigo en su deuda, mediante una amabilidad continuada. Mientras que el deudor se siente menos atraído puesto que se da cuenta que la devolución que él ofrece es un pago casi obligado pero no una libre dádiva.
Y son solamente los atenienses quienes sin temor por las consecuencias abren su amistad, no por cálculos de una cuenta por saldar sino en la confianza de la liberalidad.
En pocas palabras resumo que nuestra ciudad es la escuela de Grecia y que dudo que el mundo pueda producir otro hombre que dependiendo sólo de sí mismo llegue a su altura en tantas emergencias y resulte agraciado por tamaña versatilidad como el ateniense.
Y ésta no es una mera bravata lanzada en esta ocasión favorable, sino que es la realidad de los hechos, considerando el presente poder de Atenas que esos hábitos conquistaron.
Porque solamente Atenas ha llegado a ser superior a su fama y es la única que, en ocasión de ser asaltada, no ocasiona pudor en sus antagonistas cuando ellos resultan derrotados. Ni sus mismos enemigos cuestionan su derecho, obtenido por mérito, de poner de manifiesto su imperio.
Más bien la admiracíón de la edad presente y de la futura estará dirigida hacia nosotros dado que no hemos dejado nuestro poder sin testigos.
Antes bien, han quedado de él testimonios gigantescos.
Lejos de necesitar a un Homero como panegirista ni otro poeta con habilidades artísticas tales, que sus versos puedan encantar por un momento (aunque la impresión que dejan se derrite luego frente a la realidad), nosotros hemos obligado a cada tierra y a cada agua que se transforme en la ruta de nuestro valor. Y hemos dejado en todo sitio monumentos, de una índole o de otra, imperecederos, detrás nuestro.
Esta es la Atenas por la cual estos hombres han luchado y muerto noblemente, en la seguridad de contribuir a que no desfallezca. De la misma manera que cualquiera de los sobrevivientes está dispuesto a morir por la misma causa.
Por supuesto, si es que me he detenido con cierto detalle en señalar el carácter de nuestra comarca, ha sido para mostrar que nuestra disposición en la lucha no es la misma que la de aquéllos que no tienen ese tipo de bendiciones que se pueden llegar a perder si no se defienden; y también para demostrar que el panegírico de los hombres a quienes me refiero puede ser construido sobre la base de pruebas establecidas.
Casi está completo este panegírico. Pues la Atenas que he celebrado, es solamente la que ha conquistado el heroísmo de éstos y de sus émulos. Al fin estos hombres, apartándose del resto de los helenos, han de llegar a tener una fama solamente comparable a sus merecimientos. Pero si hace falta prueba definitiva de su bravura intrínseca, es fácil encontrarla en esta escena terminal.
No es solamente el caso de aquéllos a quienes la muerte puso el sello final atestiguando el mérito que tenían sino también el otro caso, en que coincidió con la primera señal de que tuvieran mérito.
Hay justicia en la aseveración de que el valor en las batallas por su nación puede ocultar muy bien otras imperfecciones del hombre, dado que la buena acción ha ocultado a la mala; y su mérito como ciudadano más que sobradamente ha balanceado a su demérito como individuo.
Pero ninguno de éstos permitió que su bienestar económico, si ya lo conocía, o que la esperanza, aún sin realidad, de una futura situación de bienestar, disminuyera su solidario espíritu de lucha; así como la pobreza, en otros casos, pese a la esperanza de un día de riqueza, a nadie tentó a que se escapara del peligro.
Sintiendo que la bravura frente al enemigo es más deseable que sus personales venturas; y dándose cuenta que en esta ocasión surge el más glorioso de los azares, ellos se determinaron gozosamente a aceptar el riesgo, a confirmar su altivez, y a postergar sus deseos; y mientras se arrojaban hacia la esperanza de volcar la incertidumbre de la victoria, en la empresa que estaba frente a ellos, prefirieron morir resistiendo, en lugar de vivir sometiéndose. Huyeron solamente del deshonor. Luego de un breve momento, que resultó la crisis de su fortuna, durante el cual pensaron en escapar, no de su miedo, sino de su gloria, enfrentaron la muerte cara a cara.
Y así murieron estos hombres como es honesto de un ateniense.
Ustedes, los sobrevivientes, se tienen que determinar, en el campo de batalla, a la misma resolución inalterable, pese a que es lícito que oren por un desenlace más feliz.
Y sin contentarse con ideas solamente inspiradas en palabras, con respecto a las ventajas de defender nuestro país (aunque esas palabras serían un arma de importancia para cualquier orador frente a un auditorio tan sensible como el presente) ustedes mismos, con su acción, deben exaltar el poder de Atenas y alimentar los ojos con su visión, día a día, hasta que el amor por ella llene el corazón de ustedes; y luego, cuando su grandeza se derrame hacia ustedes, deben reflexionar que fue el coraje, el sentimiento del deber y una sensibilidad especial del honor en acción, los que permitieron al hombre ganar todo esto.
A pesar que existieran las fallas de carácter, o las defecciones previas en la vida personal, ellas no fueron suficientes como para privar a nuestra comarca de su valor, puesto a sus pies como homenaje, como la contribución más gloriosa entre las que ellos podían ofrecer.
Por esta ofrenda de sus vidas hecha en común por todos ellos, individualmente, cada uno de ellos, se hizo acreedor de un renombre que no se vuelve caduco, así como se hizo acreedor de un sepulcro, mucho más que el receptáculo de sus huesos: ya que es el más noble de los altares.
Altar donde se deposita la gloria por ellos alcanzada para ser recordada cuando las eventualidades inviten a su conmemoracíón.
Porque los héroes tienen al mundo entero por tumba y en países alejados del que los vió nacer (único sitio donde un epitafio lo atestigua) tienen su ara en cada pecho y un recordatorio no escrito en cada corazón que como mármol lo preserva.
Adopten ustedes estos hombres como modelo y juzgando que la felicidad es el fruto de la libertad y que la libertad es el fruto de la bravura, nunca declinen la exaltación de sus valores.
No son desgraciados quienes no ahorran su vida en aras de lo justo. Nada tienen que perder. Sino más bien lo son aquéllos quienes ahorran las vidas suyas a costa de una caída que si sobreviene, ha de tener tremenda consecuencia.
Y sin duda, para un hombre de espíritu, la degradación de la cobardía debe ser inmensamente más triste que la muerte que no se siente, pues lo golpea en la plenitud de sus fuerzas y de su patriotismo.
Puedo ofrecer ayuda, pero no condolencia, a los parientes de los muertos. Son innumerables los azares a los cuales el hombre está sujeto, como ustedes saben muy bien. Pero son afortunados aquéllos a quienes el azar ofrece una muerte gloriosa, la misma que hoy nos enluta. Aquéllos cuya vida ha sido tan bien medida que pudiera acabar en la felicidad de servir de modelo.

A pesar de ello reconozco que es una dura manera de decir, especialmente cuando está involucrado aquél que ha de ser recordado por ustedes, que ven continuar en otros hogares la bendición que alguna vez también han tenido, Porque la pena se siente más por la pérdida de algo a lo cual estábamos acostumbrados, que por el deseo de algo que nunca fue nuestro.
Aquéllos entre los deudos que estén en edad de procrear hijos, deben consolarse con la esperanza de tener otros en su lugar. No solamente van a ayudar a que no olvide a quien se ha perdido, sino que para el mismo estado ha de ser un refuerzo y un reaseguro. Porque nunca un ciudadano ha de buscar tanto una política justa y honesta cuanto que lo motiven, siendo padre, los intereses y las aprehensiones de tal condición. Los que ya han sobrepasado la edad madura, dejen que los convenza la idea de que la mayor parte de la vida les fue afortunada y que el breve intervalo que falta, ha de ser iluminado con la fama del que ya no está. Porque lo único que no se vuelve viejo es el amor al honor. No son las riquezas, como algunos quisieran. Es el honor lo que reconforta al corazón, con la edad y la falta de ayuda.
Me dirijo a los hijos y a los hermanos de los difuntos. Veo una ardua lucha en ustedes. Cuando un ser humano se va, todos tienden a alabarlo y pese a que el mérito de ustedes ha de ir creciendo, es difícil que se acerque a su renombre. Los vivientes se ven expuestos a la envidia. En cambio los muertos están libres de ella y honrados con la buena voluntad de quienes los recuerdan.

He de decir algo sobre la excelencia femenina de aquéllas, entre ustedes, que se encuentran hoy en la viudez. Grande ha de ser la gloria de ustedes, si es que no permíten que decaiga el ánimo por debajo del carácter natural de cada una. Pero más grande ha de ser todavía, entre los atenienses, la de aquélla que consiga no ser mencionada, ni para bien, ni para mal.
Mí tarea ha acabado. He cumplido con lo mejor de mi habilidad y por lo menos, en lo referente a la intención, con lo dispuesto por la ley. Si es trata de hechos concretos, aquéllos que han sido enterrados han recibido los honores que los corresponde; en lo que se refiere a sus hijos, han de ser mantenidos hasta la adultez, por los caudales públicos. El estado ofrece así una recompensa de valía como guirnalda de victoria para esta raza de bravos, recompensando tanto a los caídos como a sus descendientes. Allí donde la recompensa al mérito es máxima, allí se encuentran los mejores ciudadanos.
Terminando las lamentaciones por sus parientes, pueden ustedes partir.

El cataclismo de Damocles


[GABRIEL GARCIA MÁRQUEZ 06/agosto/1986, Ixtapa (México) Ceremonia de inauguración de la reunión de México sobre la paz y el desarme, del Grupo de los Seis (México, Argentina, Grecia, Suecia, India y Tanzania)]

Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, y el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar; y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo; un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo; las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sáhara; la vasta Amazonia desaparecerá de la faz del planeta destruida por el granizo, y la era del rock y de los corazones trasplantados estará de regreso a su infancia glacial; los pocos seres humanos que sobrevivan al primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un refugio seguro a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna, sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos; la creación habrá terminado; en el caos final de la humedad y las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas.Señores presidentes, señores primeros ministros, amigas, amigos: esto no es un mal plagio del delirio de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión. anticipada de un desastre cósmico que puede suceder en este mismo instante, la explosión -dirigida o accidental- de sólo una parte mínima del arsenal nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en las santabárbaras de las grandes potencias.
Así es: hoy, 6 de agosto de 1986, existen en el mundo más de 50.000 ojivas nucleares emplazadas; en términos caseros, esto quiere decir que cada ser humano, sin excluir a los niños, está sentado en. un barril con unas cuatro toneladas de dinamita, cuya explosión total puede eliminar doce veces todo rastro de vida en la Tierra. La potencia de aniquilación de esta amenaza colosal, que pende sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad teórica de inutilizar cuatro planetas más de los que giran alrededor del Sol, y de influir en el equilibrio del sistema solar. Ninguna ciencia, ningún arte, ninguna industria se ha doblado a sí misma tantas veces como la industria nuclear desde su origen, hace 41 años, ni ninguna otra creación del ingenio humano ha tenido nunca tanto poder de terminación sobre el destino del mundo.
El único consuelo de estas simplificaciones terroríficas -si de algo nos sirven- es comprobar que la preservación de la vida humana en la Tierra sigue siendo todavía más barata que la peste nuclear, pues con el solo hecho de existir, el tremendo apocalipsis cautivo en los silos de muerte de los países más ricos está malbaratando las posibilidades de una vida mejor para todos.
En la asistencia infantil, por ejemplo, esto es una verdad de aritmética primaria. La Unicef calculó en 1981 un programa para resolver los problemas esenciales de los 500 millones -de niños más pobres del mundo, incluidas sus madres. Comprendía la asistencia sanitaria base, la educación elemental, la mejora de las condiciones higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la alimentación. Todo esto parecía un sueño imposible de 100.000 millones de dólares, sin embargo, ese es apenas el costo de 100, bombarderos estratégicos B-1B, y de menos de 7.000 cohetes crucero, en cuya producción ha de invertir el Gobierno de Estados Unidos 21.200 millones de dólares.
En la salud, por ejemplo: con el costo de 10 portaviones nucleares Nimitz, de los 15 que va a fabricar Estados Unidos antes M año 2000, podría realizarse un programa preventivo para más de 1.000 millones de personas contra el paludismo, y evitara la muerte -sólo en África- de más de 14 millones de niños.
En la alimentación, por ejemplo: el, año pasado había en el mundo, según cálculos de la FAO, unos 575 millones de personas con hambre, su promedio calórico indispensable habría costado menos que 149 cohetes MX, de los 223 que serán emplazados en Europa Occidental, con 27 de ellos podrían comprarse los equipos agrícolas necesarios para que los países, pobres adquieran la suficiencia alimentaria en los próximos cuatro años. Ese programa, además, no alcanzaría a costar ni la noventa parte del presupuesto militar soviético de 1982.
En la educación, por ejemplo: con sólo dos submarinos atómicos Tridente, de los 25 que planea fabricar el Gobierno actual de Estados Unidos, o con una cantidad similar de los submarinos Typhoon que está construyendo la Unión Soviética, podría intentarse por fin la fantasía de la alfabetización mundial. Por otra parte, la construcción de las escuelas y la calificación de los maestros que harán falta al Tercer Mundo para atender las demandas adicionales de la educación en los 10 años por venir podrían pagarse con el costo de 245 cohetes Tridente II, y aún quedarían sobrando 419 cohetes para el mismo incremento de la educación en los 15 años siguientes.
Puede decirse, por último, que la cancelación de la deuda externa de todo el Tercer Mundo y su recuperación económica durante 10 años costaría poco más de la sexta parte de los gastos militares del mundo en ese mismo tiempo. Con todo, frente a este despilfarro económico descomunal, es todavía más inquietante y doloroso el despilfarro humano. La industria de la guerra mantiene en cautiverio al más grande continente de sabios jamás reunido para empresa alguna en la historia de la humanidad. Gente nuestra, cuyo sitio natural no es allá sino aquí, en esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que nos ayuden a crear, en el ámbito de la educación y la justicia, lo único que puede salvarnos de la barbarie: una cultura de la paz.
A pesar de estas certidumbres dramáticas, la carrera de las armas no se concede un instante de tregua. Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva nuclea; mañana, cuando despertemos, habrá nueve más en los guardarneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola alcanzaría -aunque sólo fuera por un domingo de otoño- para perfumar de sándalo las cataratas del Niágara.
Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la Tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria universal, pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida nos arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.
Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive a la clarivi dencia de la poesía. Desde la aparición de la vida visible en la Tierra debieron transcurrir 380 millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones de años para fabricar una rosa sin otro com promiso que el de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morírse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.
Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con justicia, pero aun si ocurre -y más aun si ocurre- no será del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de mílenios después de la explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies será quizá corohada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y la paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico; una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad, y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo.